西语助手
2024-10-22
Seguro que mi nombre te resulta familiar.
Francisco de Goya y Lucientes.
O simplemente me puedes llamar Goya.
Soy un pintor famoso en todo el mundo.
He dado nombre a calles, plazas, me han hecho estatuas e incluso los premios del cine español se llaman como yo.
Fui un artista muy conocido en mi tiempo.
Retraté a reyes, a personajes poderosos y a la gente sencilla del pueblo.
Pero también usé mi arte para criticar lo que no me gustaba.
Trabajé muchísimo, realicé casi 2.000 obras y creé mi propio estilo.
También tuve una vida fascinante y ahora mismo te la voy a contar.
Nací el 30 de marzo de 1746 en Fuendetodos,
un pequeño pueblo aragonés de donde era la familia de mi madre.
Al poco tiempo nos fuimos a vivir a Zaragoza.
En el colegio de los Escolapios conocí a mi gran amigo Martín Zapater.
Nuestra amistad duró toda la vida y nos escribimos muchísimas cartas contándonos las cosas que nos pasaban.
Como me gustaba mucho dibujar, a los 13 años fui a las clases del pintor José Luzán.
Ya con 17 me marché a Madrid y el pintor Francisco Bayeu,
que también era de Zaragoza, me presentó a grandes artistas.
Gracias a él conocí las pinturas de las colecciones reales.
Yo tenía muchas ganas de aprender y con 24 años viajé a Italia para conocer las obras de los grandes maestros.
Estuve en Génova, Bolonia, Parma, Venecia y en Roma.
¡Qué ciudad tan bonita!
Yo estaba entusiasmado y siempre llevaba conmigo un pequeño cuaderno.
Allí dibujaba las cosas que me llamaban la atención y los bocetos para mis futuros cuadros.
Al regresar a Zaragoza, hice mi primer gran trabajo de pintura al fresco.
Me encargaron una pequeña bóveda en la Basílica del Pilar, la que está sobre el "Coreto".
Pinté directamente sobre el techo, que estaba altísimo.
Os podéis imaginar que fue todo un reto para mí.
Gustó tanto que me encargaron que pintara en los muros de la iglesia de la Cartuja de Aula Dei,
cerca de Zaragoza.
Las cosas me iban muy bien y en aquellos años me casé con Josefa,
hermana de mi antiguo maestro Francisco Vallejo.
Mi gran sueño era triunfar en Madrid y mi cuñado me consiguió un trabajo en la Real Fábrica de Tapices.
Yo pintaba los cartones, es decir, los bocetos que luego se copiaban al tamaño que iba a tener el tapiz.
Eran siempre escenas alegres, de caza y de fiestas populares.
A continuación, estos modelos se cortaban en tiras y se usaban como plantilla en el telar,
mezclando hilos y lanas de colores.
Una vez acabados, los tapices decoraban los palacios de los reyes y los nobles.
Al rey Carlos III y a su esposa les gustaron mucho mis diseños y me recibieron en palacio para felicitarme.
Estaba yo tan contento que le escribí a mi amigo Martín Zapater una larga carta para contárselo.
Volví a Zaragoza para pintar en la Basílica del Pilar.
Esta vez era una gran cúpula que se llamaría Regina Mártyrum, o Reina de los Mártires.
Yo estaba muy orgulloso de mi trabajo, pero hubo gente a la que no le gustó.
No entendieron mi forma de pintar con pinceladas sueltas y pensaron que no estaba bien terminado.
Así que, con gran disgusto, volví a Madrid.
En la capital tuve mucho éxito.
Fui nombrado pintor del rey Carlos III,
luego pintor de cámara de su hijo, Carlos IV, y de su nieto, Fernando VII.
Durante años, mi tarea principal fue retratar a los reyes y a su familia,
pero también posaron para mí nobles, políticos, artistas.
Me convertí en el retratista de moda.
No todo fue éxito y felicidad durante aquellos años.
A los 46, tuve una grave enfermedad que me dejó sordo.
Comunicarme con los demás se hizo más difícil y me aislé un poco.
Sin embargo, esa soledad también me hizo más reflexivo y observador.
Empecé a dibujar para mí, sin que nadie me lo encargara, y mi imaginación echó a volar.
En 1808 España fue invadida por las tropas francesas de Napoleón Bonaparte.
Comenzó así la guerra de la Independencia que duró seis largos años.
Fui testigo del horror y la destrucción y tomé muchos apuntes para luego reproducirlos en mis cuadros y grabados.
Durante toda mi vida fui un apasionado del grabado.
Practiqué y experimenté tanto que me convertí en un auténtico maestro.
Y eso que era una técnica bastante difícil.
Primero dibujaba sobre una plancha metálica barnizada y luego la sumergía en ácido.
El dibujo se quedaba marcado y la plancha estaba lista para ser entintada y llevada a la prensa.
Con esta técnica se podían imprimir muchos ejemplares y de este modo mi obra y mi mensaje llegaban a muchísima gente.
Realicé varias series de grabados, cuatro de ellas famosísimas.
Los caprichos, los desastres de la guerra, la tauromaquia y los disparates.
En estas obras mostré la sociedad en la que me tocó vivir,
critiqué algunas costumbres, el horror de la guerra y creé personajes fantásticos y sombríos.
Al terminar la guerra, el rey Fernando VII regresó al trono.
Fueron años muy difíciles y muchos de mis amigos fueron perseguidos por sus ideas políticas.
Decidí alejarme de Madrid y comprar una casa en las afueras, a la que llamaban la Quinta del Sordo.
Allí pinté directamente en las paredes con escenas que expresaban mi tristeza y que mostraban colores oscuros y personajes monstruosos.
Por esa razón son conocidas como las pinturas negras.
Hoy son famosísimas y han sido muy estudiadas,
pero hay quien dice que todavía encierran muchos misterios.
Con 78 años, ya muy anciano y débil, me exilié en Burdeos, en Francia.
Allí recuperé la alegría y la luz, y los personajes amables volvieron a mis obras.
Nunca dejé de pintar y experimentar con técnicas nuevas, como la litografía.
Hasta el final de mi vida, en 1828, siempre tuve ganas de aprender.
Y aquí termina mi historia.
Dicen que fui un genio, un pintor adelantado a mi tiempo,
sensible, rebelde y con un estilo muy expresivo y personal.
Mis obras son admiradas en los mejores museos y colecciones del mundo y seguirán inspirando a generaciones de nuevos artistas.
Este es mi legado.
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