西语助手
2018-07-13
Hay un día que es nuestro.
Hay un día en que todos los norteamericanos que no se han hecho por su propio esfuerzo vuelven a su hogar para comer bizcochitos con bicarbonato y se maravillan de cuan cerca parece estar del porche la vieja bomba del agua.
Bendito sea ese día.
Nos lo da el presidente Roosevelt.
Hemos oído hablar de los puritanos, pero no recordamos con exactitud quiénes fueron.
De todos modos, apuesto a que podríamos zurrarlos si trataran de desembarcar nuevamente.
¿Plymouth Rocks?
Eso suena de un modo más familiar.
Muchos de nosotros hemos tenido que limitarnos a las gallinas desde que empezó a funcionar el Trust del Pavo.
Pero alguien en Washington les está facilitando informaciones confidenciales sobre esas proclamas del día de Acción de Gracias.
La gran ciudad que está al este de las ciénagas de arándanos ha hecho una institución del día de Acción de Gracias.
El último jueves de noviembre es el único día del año en que redescubre la parte de los Estados Unidos que está del otro lado de los ferry-boats.
Es el único día puramente norteamericano. Sí, un día de fiesta, un día exclusivamente norteamericano.
Y ahora vamos al relato que le probará al lector que de este lado del océano tenemos tradiciones que envejecen con mucha mayor rapidez que las de Inglaterra. . . gracias a nuestra energía e iniciativa.
Stuffy Pete se sentó en el tercer banco de la derecha, según se entra en la plaza Unión por el Este, en el sendero que está enfrente de la fuente.
Durante nueve años, todos los días de Acción de Gracias, Pete se había sentado allí a la una en punto.
Y siempre le habían sucedido cosas, cosas dignas de Charles Dickens que le hinchaban el chaleco sobre el corazón.
Pero hoy, la aparición de Stuffy Pete en el lugar de la cita parecía más el fruto del hábito que del hambre anual que, como parecen creerlo los filántropos, aflige a los pobres con tan dilatados intervalos.
Ciertamente, Pete no tenía hambre.
Venía de una fiesta que sólo les había dejado dos facultades: la de la respiración y la de la locomoción.
Sus ojos parecían dos descoloridas grosellas firmemente incrustadas en una máscara hinchada de arcilla y salpicada de salsa.
Su aliento brotaba en breves y resollantes espasmos; un pliegue de tejido adiposo digno de un senador le restaba un corte elegante al cuello levantado de su abrigo.
Los botones cosidos sobre su traje por bondadosos dedos salvacionistas una semana antes volaban como palomitas de maíz, dispersándose por el suelo a su alrededor.
Estaba andrajoso, con la pechera de la camisa entreabierta hasta la piel.
Pero la brisa de noviembre, con sus hermosos copos de nieve, sólo le traía una agradable frescura.
Porque Stuffy Pete estaba atestado de calorías producidas por una cena superabundante, iniciada con ostras y rematada con un budín de ciruelas, y que incluía (eso le pareció) todo el pavo asado y patatas cocidas y ensalada de pollo y pastel de calabaza y helado del mundo.
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